No los pongáis en medio

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Por Juan Carlos López Medina


Hay guerras que se libran en silencio. No hacen ruido de cañones, pero dejan ruinas por dentro. Y entre todas esas guerras íntimas, hay una especialmente cruel: la de los matrimonios rotos que convierten a sus hijos en botín, en escudo, en campo de batalla.


Cuando una pareja se separa, algo se rompe, sí. Pero no tiene por qué estallar todo. El amor que un día fue llama puede apagarse; las promesas pueden vencerse como documentos caducados. La convivencia puede volverse insostenible, los silencios incómodos, y las palabras, cuchillas. Todo eso es comprensible. Lo que no lo es —ni lo será jamás— es que se utilice a los hijos como armas arrojadizas en ese naufragio emocional.


Porque los hijos no se separan. No son parte del contrato. No eligen ni comprenden por qué, de repente, tienen que vivir con la mitad de su mundo mientras se les habla mal de la otra mitad. No están preparados para ser testigos de esa guerra sorda en la que se destruyen a quienes más aman.


Los hijos no son mensajeros. No deben llevar recados envenenados, ni ser interrogados tras  cada visita como si fueran espías. No deben ser los oídos que escuchan críticas constantes hacia su padre o su madre. Ni los ojos que ven llorar a uno para que sientan lástima o culpa. Cada vez que se les obliga a elegir, se les arranca una parte del alma.


Una infancia vivida en el medio de un conflicto parental es como crecer entre ruinas: cada paso puede ser una trampa. Cada palabra dicha puede volverse en su contra. Y cada silencio guardado es una herida que supura durante años.


Las separaciones no deberían dolerles a ellos. Porque no es su guerra. Porque no han hecho nada mal. Porque el único crimen de muchos niños es seguir queriendo a ambos padres. Y eso —que debería ser un derecho sagrado— se convierte, en algunas casas, en una traición imperdonable.


He escuchado historias de madres que impiden el contacto con el padre, no por miedo, sino por castigo. Padres que manipulan, que compran el afecto, que hacen sentir al hijo culpable por querer a su madre. Niños que dejan de hablar de lo que hacen en casa del otro para no molestar, para no provocar lágrimas, para no añadir más tensión a la cuerda. ¿Cómo puede eso llamarse amor?


Amar a un hijo es permitirle amar libremente. Es dejarle ser hijo de ambos. Es no usarlo para vengarse. No mancharle la memoria con disputas que no le pertenecen.


Los abogados no crían, los jueces no educan. Sí, hacen falta custodias, regímenes de visitas, convenios reguladores. Pero ninguna sentencia podrá sustituir el calor de un hogar en paz. Ningún papel puede evitar el daño de una palabra hiriente repetida una y otra vez frente al niño. La ley organiza. El amor, construye o destruye.


Y no hablamos solo de separaciones conflictivas. También las aparentemente civilizadas esconden rincones donde los hijos sienten que no pueden ser ellos mismos. Donde una mirada desaprobatoria basta para hacerles callar. Donde la presión emocional es sutil, pero constante.


¿Y qué queda de todo esto? Niños que crecen inseguros, que aprenden a mentir para sobrevivir, que se vuelven adultos que no saben amar sin miedo. Que piensan que el amor es eso: chantaje, celos, manipulación, castigo. Niños que, al mirar atrás, no recuerdan su infancia con alegría, sino con tensión. Que no tienen recuerdos de cumpleaños compartidos, ni de acuerdos razonables, sino de peleas por vacaciones, regalos duplicados y silencios llenos de rencor.


Separarse bien es posible. Implica madurez. Implica poner el bienestar del hijo por encima del ego, del dolor y del orgullo. Implica entender que no hay peor legado que una infancia fracturada.

Y sí, he visto padres y madres que lo logran. Que aprenden a convivir en la distancia. Que se coordinan por el bien del niño. Que acuden juntos a actos importantes. Que no compiten, sino colaboran. Que demuestran que, aunque el amor de pareja se haya roto, el amor por el hijo sigue entero. Y que ese amor es el que merece ganar.


Un hijo no debe pagar la factura emocional del divorcio de sus padres.


El precio de una separación mal llevada lo paga siempre el más inocente. Por eso, antes de decir esa frase envenenada, de impedir esa llamada, de hacer sentir al hijo como traidor por querer al otro… párate. Míralo. Piensa qué está aprendiendo de ti. Qué heridas estás abriendo sin darte cuenta.


No pongas a tu hijo en medio. No conviertas su vida en una sala de juicios perpetua. Porque llegará un día en que crecerá, y te hará la pregunta que duele más que todas: ¿por qué me hiciste escoger entre vosotros?


Y no habrá abogado, ni terapeuta, ni juez que salve ese vacío.


Amar bien también es separarse bien. Con respeto. Con empatía. Con humildad. Y con la certeza de que los hijos no necesitan dos casas perfectas, sino dos personas adultas que sepan no usar su amor como un campo de batalla.


Separarse puede ser un acto de honestidad. Pero proteger a los hijos en medio del proceso es un acto de amor. El más importante. El que define quién fuiste como madre. Como padre. Como ser humano.


Y algún día, cuando el niño ya sea un adulto, te lo dirá, con una gratitud que no cabe en palabras:

Gracias por no ponerme en medio.

Gracias por dejarme querer sin miedo.

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